“La mejor manera de predecir el futuro es inventarlo”, dijo Alan Kay. Un puñado de multimillonarios tech —Sam Altman, Jeff Bezos, Elon Musk— tomó la frase como programa de gobierno. No de un país, sino del porvenir: alinear la IA con “los intereses humanos”, crear una superinteligencia que solucione todo, fundirse con ella para rozar la inmortalidad, colonizar Marte y luego el cosmos.
Adam Becker ha llamado a este credo “ideología de la salvación tecnológica”: la tecnología puede arreglarlo todo, el crecimiento debe ser perpetuo y hay que trascender límites físicos y biológicos. La fe, advierte, convierte la expansión empresarial en virtud moral, trivializa problemas complejos como si fuesen “arreglos” técnicos y justifica lo que haga falta: menos reglas, más poder, y mirar a un mañana radiante mientras se externalizan daños muy presentes.
Del valle místico al corral digital
Esta ideología se mezcla con viejas corrientes del Valle —californianismo, transhumanismo, racionalismo, altruismo eficaz, longtermismo, aceleracionismo— que comparten la promesa de huida: el paraíso está cerca, siempre que no “estorbemos” al progreso. Sus ramales más puros sueñan con la singularidad: cerebro y nube fusionados, rendimientos “acelerados” sin fricción, bienestar infinito. El problema no es soñar, sino quién manda sobre el despertador.
En la práctica, el nuevo orden no se parece a un mercado vibrante, sino a un corral digital. Un puñado de plataformas controla los medios de producción digitales (nube, chips, modelos fundacionales, tiendas de apps, pasarelas de pago) y las vías de acceso (identidades, protocolos, estándares de facto). Esa posición permite fijar peajes, dictar reglas privadas y extraer rentas de cada transacción. La competencia se parece más a pedir permiso que a innovar.
Cómo se privatizan los beneficios
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Cercamiento de datos: lo que antes era interacción social o trabajo cotidiano se convierte en materia prima propietaria. Cada clic, foto o trayecto alimenta modelos que capturan excedente sin necesidad de comprar la materia prima; la aportan usuarios, clientes, terceros.
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Infraestructura esencial, dueña y juez: quien aloja la web, procesa pagos, distribuye apps o sirve modelos decide qué se publica, con qué condiciones y qué comisión se queda. La tasa de plataforma funciona como un impuesto privado.
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Efectos de red convertidos en muros: cuanta más gente usa el servicio, más indispensable se vuelve, más caro “salirse”. La dependencia se vuelve parte del diseño.
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Propiedad intelectual expansiva: patentes, licencias y secretos industriales blindan posiciones dominantes. La creatividad colectiva —datasets públicos, papers abiertos, código comunitario— alimenta productos cerrados.
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Optimización fiscal y recompra de acciones: la plusvalía financiera se recicla para consolidar poder, no para repartir riesgos ni beneficios con quienes proveen el trabajo (tanto el visible como el invisible).
Cómo se socializan los riesgos
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Precarización y trabajo en la sombra: repartidores, conductores, moderadores, etiquetadores, “taskers” sostienen la promesa de magia sin fricción. El trabajo cognitivo que pule a la IA (etiquetado, evaluación, red team) queda deslocalizado y mal pagado; el riesgo (accidentes, salud mental, volatilidad) lo asume cada trabajador.
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Riesgo informacional: desinformación, vigilancia, filtraciones, adicción de diseño. Las plataformas monetizan la atención; la factura llega en forma de polarización y agotamiento cívico.
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Dependencia sistémica: caídas de nube, interrupciones de modelos o cambios de APIs paralizan gobiernos, pymes y escuelas. “Demasiado grandes para caer” se vuelve una política de hecho.
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Externalidades ambientales: centros de datos y entrenamiento de IA consumen energía y agua; la deuda ecológica se anota fuera del balance corporativo.
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Riesgo regulatorio trasladado: cuando algo sale mal, se pide paciencia, autorregulación o, llegado el caso, apoyo público. Las pérdidas se socializan; las ganancias, no.
¿Ingenuidad o cálculo?
Manifiestos tecno-optimistas beben más de épica que de contabilidad. Con tanto capital y aura de genialidad, pocas voces contradicen a sus autores. La promesa de control total —de mercados, políticas y futuros— es seductora. Pero el “crecimiento perpetuo” en un planeta finito es menos una ley natural que una decisión política: qué se cuenta como valor, quién decide qué se invierte, a quién se le pide el sacrificio.
Por qué tanta gente se apunta
Porque ofrece certeza en tiempos inciertos. Un relato claro que domestica el miedo a la muerte y al caos, con liturgia de demos y roadmaps. No sorprende que muchas biografías en estas comunidades cuenten una conversión: de la religión al código, del púlpito al pitch. La promesa de salvación, ahora, viene con newsletter.
De la salvación tecnológica al tecnofeudalismo
Llamarlo “tecnofeudalismo” no es un capricho retórico: describe un orden donde se apropia el excedente por posición y se reparten los riesgos por diseño. Los nuevos señores no cobran en trigo, sino en datos, atención y comisiones; no gobiernan feudos de tierra, sino dominios de nube. La circulación (del conocimiento, del dinero) depende de puertas privadas, y la ciudadanía entra como súbdita: acepta términos, cede datos, produce valor sin salario directo.
La vieja promesa liberal —mercados abiertos, innovación plural— se reemplaza por plataformas-Estado que legislan, juzgan y ejecutan dentro de sus muros. El “consentimiento” se reduce a un botón: Acepto.
Objeciones y matices
Sí, las plataformas coordinan a gran escala, bajan costos de transacción y habilitan innovaciones reales —de la logística a la biomedicina—. Hay economías de escala, y hay peligros en la fragmentación. Pero reconocer esos beneficios no exige aceptar rentas perpetuas, opacidad algorítmica ni captura regulatoria. La pregunta no es “plataformas sí o no”, sino bajo qué reglas, con qué reparto y con qué límites.
Cómo romper el hechizo (sin romper la innovación)
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Abrir los cercamientos: interoperabilidad real, portabilidad de identidad y datos, APIs no discriminatorias. Que cambiar de servicio no sea heroico.
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Separar roles: si una empresa es juez y parte (infra + marketplace + competidor), separar estructuras o imponer remedios conductuales estrictos.
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Auditar lo que decide: transparencia de modelos y evaluación independiente proporcional al poder y al riesgo del sistema; trazabilidad de datasets y derechos sobre datos colectivos.
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Repartir el valor: contratos y licencias que participen a creadores, comunidades y trabajadores en la renta de los modelos que entrenan con su contenido o su labor.
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Comprar distinto desde lo público: cláusulas abiertas en contratos de nube y IA (portabilidad, salida, precios previsibles), evitar lock-in con estándares y infraestructura común.
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Contabilidad completa: costos ambientales y sociales dentro del balance. Sin eso, la ganancia privada es, en parte, pérdida pública.
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Fomentar alternativas: cooperativas de plataforma, fundaciones tecnológicas, modelos abiertos con gobernanza responsable. No para sustituir todo, sino para introducir contrapoder.
Epílogo: inventar para muchos, no para pocos
Inventar el futuro no es malo. Lo peligroso es inventarlo para unos pocos y venderlo como salvación para todos. La ideología de la salvación tecnológica nos pide fe; la ciudadanía democrática pide cuentas. Cuando caiga la ilusión de inevitabilidad veremos lo obvio: no era destino, era decisión. Y como toda decisión sobre producción, propiedad y trabajo, puede repartirse de otro modo: con beneficios menos privatizados y riesgos menos socializados. Ese es el verdadero progreso.